En las últimas semanas, México y Estados Unidos han demostrado estar en polos opuestos respecto a sus objetivos en la frontera. Mientras México busca proteger su economía y evitar la fuga de capitales, EE.UU. impulsa una agenda militarizada orientada a frenar la migración y el tráfico de fentanilo. Esta diferencia de metas divide el camino hacia un acuerdo efectivo y equitativo.
El reciente “Big Beautiful Bill” aprobado por el Congreso de EE.UU., también llamado “One Big Beautiful Bill”, incluye un incremento histórico en el gasto para seguridad fronteriza y migración: más de 150 mil MDD para el muro, refuerzos de ICE (con capacidad para 100 000 camas de detención), y contratación de miles de agentes. Esto representa una profundización radical en la militarización de la frontera y, para muchos mexicanos, un mensaje claro: Estados Unidos no sólo busca regular la migración, sino detenerla de manera drástica.
Para México, esto plantea un reto. La presidenta Claudia Sheinbaum ha respondido con diplomacia, pero también con énfasis en proteger la soberanía económica nacional. El riesgo es que, con la presión migratoria atada a la militarización, crezca la percepción de una crisis: de un lado, ciudadanos obligados a dejar sus hogares; del otro, un vecino apuntalando las vallas y controles.
La estrategia de diplomacia mexicana ha buscado equilibrar: no confrontar abiertamente, pero tampoco ceder sin condiciones. Sin embargo, la narrativa desde Washington, con retórica de “emergencia nacional” y promesas de deportaciones masivas, complica la negociación. Mientras EE.UU. presiona con gastos multimillonarios y control estricto, México peligra en su intento por mantener flujos económicos esenciales sin verse envuelto en una crisis humanitaria.
Hay un choque directo: México necesita guardar su competitividad ante una agresiva carga fiscal en EE.UU., evitar impuestos adicionales y retener inversión extranjera. Al mismo tiempo, Estados Unidos exige cero tolerancia a la migración irregular y al tráfico de fentanilo, dos problemas que suponen riesgo real para su seguridad interna. Lo ideal sería un acuerdo binacional que vincule desarrollo económico en zonas fronterizas con controles efectivos y cooperación en materia antidrogas. Pero hasta ahora, ambos países hablan lenguajes distintos.
Para avanzar, ambos gobiernos deben pasar del unilateralismo al diálogo genuino y equilibrado:
Una política de frontera que se base únicamente en militarizar y deportar, como proponen los esfuerzos recientes del “Big Beautiful Bill”, puede detener flujos, pero no resolverá las causas profundas de la migración ni la circulación de drogas. Tampoco garantizará estabilidad económica para México. Para ambas naciones, resulta mucho más productivo construir un acuerdo integral: control inteligente y compartido del paso fronterizo, combinado con inversión que reduzca la dependencia de la migración. Solo así podrán ir más allá de los intereses inmediatos y construir una solución de largo aliento.
La evidencia es clara: cuando los interlocutores quieren cosas distintas, el diálogo se fragmenta. México necesita cuidar su economía; Estados Unidos, frenar la migración y el flujo de fentanilo. Sin embargo, las fronteras no entienden de agendas contrapuestas. Es hora de sincronizar los relojes. Se necesita un diálogo franco y equilibrado que integre metas económicas, sociales y de seguridad, respetando soberanías pero reconociendo la interdependencia inevitable. Solo eso puede ofrecer un futuro viable y sustentable para ambos países.