En diversos estados y contextos de México ha emergido una tendencia que resulta mínimamente peculiar: fusionar las secretarías de cultura con las de turismo bajo una misma entidad administrativa. Esta práctica, se ha visto presente en entidades como el Estado de México, Veracruz y Baja California, entre otras, donde también se ha replicado en algunas localidades a nivel municipal, ya sea de manera formal o de facto.
Esta unión, evidentemente busca reflejar la visión de la cultura como una herramienta para el desarrollo económico de algunas comunidades a través del turismo. Idea suena bastante convincente a primera vista, sin embargo, la centralización bajo un mismo órgano puede variar en enfoque dependiendo del estado o municipio y sus intereses.
Por poner algunos ejemplos; una fusión con turismo tiende a llevar a la mercantilización de las expresiones culturales. La cultura, en muchos casos, busca preservar el valor histórico, simbólico y social de las manifestaciones artísticas y patrimoniales. Al subordinarla al turismo, se prioriza la oferta cultural que atrae más visitantes o genera más ingresos, dejando de lado manifestaciones que no son "rentables”, por lo que proyectos culturales que no tienen un impacto inmediato en el turismo reciban menos apoyo financiero o institucional. Esto deja a las expresiones culturales locales, independientes o emergentes en desventaja frente a aquellas que sí son atractivas para los turistas.
Del mismo modo, la mezcla con turismo puede promover una visión de la cultura más superficial, centrada en el consumo rápido y estandarizado, lo que tiende a empobrecer la autenticidad y la diversidad, al empujar a las comunidades a relacionar su patrimonio con el espectáculo para satisfacer las expectativas turísticas.
No obstante, aquí pareciera haber un error desde la concepción abstracta del fenómeno cultural; el error conceptual de tratar la cultura como equivalente al turismo o a la educación en las políticas públicas, cuando en realidad la cultura es una categoría más amplia y fundamental que subyace a todas las demás, olvidando que es la base de la cual emergen las instituciones, los modos de gobierno, las identidades nacionales e incluso los sistemas educativos. En términos antropológicos, toda la estructura de la sociedad es un producto cultural, y tratar a la cultura como un simple componente o "sector" más, dentro de una categoría funcional, como el turismo, o la educación supone una reducción.
De igual manera, las instituciones, los monumentos históricos y los sitios declarados Patrimonio de la Humanidad, ya sea natural, material o inmaterial, son la cristalización de los logros culturales acumulados por la especie humana. Si consideramos que hay turismo que es posible gracias a la existencia de este patrimonio, entonces el turismo es dependiente de la cultura, y no al revés. Por lo tanto, tratar ambos elementos como iguales, o peor aún, subordinar uno al otro, tiende a diluir el verdadero valor histórico y simbólico de las manifestaciones artísticas y humanas.
Esta confusión sin duda es producto de una falacia de falsa equivalencia, y de una retórica mañosa, ya que mientras el turismo tiene un enfoque eminentemente económico y busca atraer visitantes y generar ingresos, la cultura es mucho más profunda, ya que involucra procesos históricos y simbólicos que construyen sentido en una sociedad.
Desde esta visión, podemos concluir que el turismo no crea cultura, sino que la consume, en un contexto en el que por lo general las manifestaciones culturales son presentadas como "productos" para el disfrute y el consumo.
Esto puede resultar en la pérdida de la autenticidad y en la adaptación de las expresiones culturales locales a los gustos del visitante, lo que lleva a su desnaturalización. Un ejemplo de esto es como algunos sectores de la rivera maya, han optado por banalizar y sincretizar la cultura originaria con el consumismo y la religiosidad new age, adoptando un gusto folklorista y una actitud fetichista de nuestras identidades.
Por otro lado, la subordinación de la cultura al turismo implica un enfoque utilitarista de la cultura, lo que contradice otras concepciones que la entienden como una expresión intrínseca de la humanidad, con valor en sí misma, independientemente de su utilidad económica.
Kant, por ejemplo, argumentaba que ciertas cosas (como el arte o la cultura) tienen valor porque son un fin en sí mismas, no porque sirvan a algún propósito externo como la actividad económica, “el arte por el arte”, como comúnmente se entiende. Desde esta noción, poner a la cultura al servicio del turismo es y ha sido un reduccionismo ramplón.
Esto puede entenderse como cierto, porque, históricamente, las civilizaciones no se construyeron para atraer turistas. El turismo es un fenómeno relativamente reciente que surge con la modernidad, la movilidad y la globalización. Las grandes civilizaciones, desde las antiguas hasta las contemporáneas, construyeron sus identidades culturales por medio de procesos históricos, religiosos, políticos y artísticos autónomos. Por ello que el integrar la cultura bajo el paraguas del turismo, se corre el riesgo de desvirtuar estos logros históricos, reduciéndolos a meros atractivos visuales o comerciales.
Algo similar ocurre cuando la cultura se reduce a ser un simple apéndice de las secretarías de educación, lo cual es irónico, ya que la educación pública es, en realidad, un logro cultural. Desde una perspectiva histórica y antropológica, los sistemas educativos formales son uno de los mayores productos de la evolución social y cultural. Sin embargo, al igual que el turismo, la educación es solo un resultado de procesos culturales más profundos. Es decir, la cultura es el corazón que da vida a la educación como derecho, sistema e institución, no al revés.
La distinción entre educación y cultura se profundiza cuando examinamos las áreas profesionales y académicas involucradas. Es un tema incluso vocacional, puesto que la labor de un educador es muy distinta a la de un promotor cultural. Los pedagogos se especializan en cómo enseñar de manera efectiva y cómo estructurar el aprendizaje, mientras que los profesionales de la cultura están más enfocados en interpretar, conservar y difundir el legado cultural y artístico. Aunque la educación incluye una introducción a la cultura general y la enseñanza de las artes, su objetivo principal no es necesariamente la profundización en el valor simbólico y cultural de las manifestaciones humanas, sino más bien la transmisión de conocimiento general.
Además, es importante señalar que la formación en cultura suele ser menos estructurada y más flexible que la educación formal, de hecho, muchas veces adopta un papel de “educación comunitaria”. Mientras que la educación tiene currículos rígidos y programas establecidos, la cultura tiende a ser más libre y fluida, reflejando el carácter cambiante y dinámico de las sociedades. Ponerlas en un mismo molde puede llevar a la normativización de la cultura, reduciendo quizás sus características más importantes; la diversidad y la espontaneidad.
Esto también puede deberse a la combinación de algunos factores como: el deseo de ahorrar recursos, y una inclinación hacia lo rentable y superficial en lugar de lo sustancial y duradero
No obstante, este enfoque tiende a sacrificar la calidad y la profundidad de los programas culturales. Cuando, en su sentido más amplio, implica un entendimiento amplio y multidisciplinario. Por ello que resulte paradójico que estos espacios por lo general terminan con burócratas sin un contexto profesional y vocacional, que tienden a ver la cultura simplemente como algo que "se enseña" (educación) o "se exhibe" (turismo), perdiendo de vista su naturaleza dinámica y reflexiva. Esta superficialidad en la percepción del fenómeno cultural es, por irónico que parezca, un reflejo de una falta de cultura general.
Es innegable que la cultura tiene el poder de ser crítica y desafiante; cuando se la trivializa, pierde su capacidad de cuestionar y proponer alternativas. Al subordinar la cultura a intereses económicos o estatales, se corre el riesgo de silenciar su potencial subversivo como espacio de diálogo, reflexión y resistencia. Una cultura profundamente entendida y bien trabajada siempre será más valiosa y digna que cualquier versión adaptada para el turismo o simplificada para encajar en la educación. Al final, es esa riqueza intrínseca la que mantiene viva la esencia de una sociedad.