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  • 21 Apr 2023
  • 10:04
  • SPR Informa 6 min

¿S.A. o K.O.?         

¿S.A. o K.O.?         

Por Uziel Medina Mejorada

“Que hablen bien o mal. Lo importante es que hablen de mí…” Esta frase de Dalí es un claro ejemplo de comunicación efectiva para las figuras públicas ¡Siempre que no se dediquen a la política! Y es que, en lo concerniente a la res pública, el conocimiento de una figura importa tanto como la percepción de la misma, y a más ruido, más vulnerabilidad y mayor necesidad de cuidado. 

Gobernar es tomar decisiones, y cuestionar tales decisiones es una virtud de las democracias, una virtud que puede ser tan cruel como benevolente para con el decisor público, según convenga en función del “timing”, más aún si las decisiones implican echar mano de las finanzas públicas. Dicho lo anterior, el reciente anuncio del concierto de Rosalía en el Zócalo de la Ciudad de México es probablemente el espectáculo público financiado desde el Gobierno que más ruido ha causado en la palestra pública, y que ha de sumar o restar puntos según conveniencia de ese “timing” político de cara a la sucesión presidencial, en ambos frentes.

Para bien y para mal de la persona titular de la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México, la decisión de ofrecer un espectáculo musical en el corazón del país ha azuzado un debate sin precedentes, ya en parte porque ese “timing” la tiene como una de las figuras públicas más observadas y con exhaustivo escrutinio, ya en parte porque siempre es buen momento para “conectar con la chaviza”, y qué mejor que la música del momento para mostrarse cercanos a ese grupo etario. No en vano, diferentes actores políticos han echado mano de las tendencias virales en redes sociales para mostrarse frescos y dejar atrás el acartonamiento del animal político tradicional.

Empero, la apertura al debate, la democratización de discusiones otrora ignoradas o reservadas, no ha conseguido que al día de hoy la discusión de este concierto se convierta en una polémica constructiva, más bien se ha prestado para la politiquería verborreica electorera, distrayendo de los cuestionamientos que, en plena transformación de la vida pública, deberíamos estar haciendo, en virtud de la ausencia de censura estructural, la cual propios y ajenos parecieran extrañar. ¿De qué va? Simple, quienes hoy juegan como oposición solamente recurren a la hostilidad, reprobando toda acción porque sí, porque no y por si acaso, de manera irreflexiva y mucho menos propositiva. Por otro lado, le ceguera matraquera de quienes en otro tiempo se hacían pasar por severos críticos del pan y circo, en el mero afán de quedar bien y ser vistos. ¡Vaya que los extremos se tocan!

Empecemos por reconocer que el esparcimiento es un derecho, y la autoridad gubernamental debe hacer todo cuanto esté en su potestad para que ese derecho se cumpla. También es de fundamental importancia esclarecer que la asignación presupuestal de un rubro nada interfiere con la de otro; es decir, la porción del presupuesto que la Secretaría de Cultura ejerza para realizar un concierto en nada afecta al ejercicio presupuestal del sector salud, el STC Metro ni ninguna otra dependencia de gobierno u organismo autónomo. Para eso se aprobó un presupuesto de egresos, asignando a cada entidad pública una fracción del total de recursos públicos para poder funcionar, siempre basados en los principios de universalidad, unidad, especialidad, planificación, anualidad, previsión, claridad, máxima publicidad, exactitud y exclusividad, según corresponda y procurando la eficiencia y eficacia en el manejo de las finanzas públicas. 

Sin embargo, conviene criticar si, encarrerados en la vehemencia de reconstruir el tejido social, erradicar los vicios del neoliberalismo y recuperar nuestra identidad, resulte sensato valerse de las finanzas públicas para seguir reproduciendo patrones de consumo y estereotipos propios de la sociedad del espectáculo de la que escribiera con crudeza Guy Debord. Y es que, en este caso concreto, la industria musical retrata muy claramente la crisis de la sociedad en cuanto la sensibilidad artística como consecuencia de la violenta homogenización capitalista, que ha hecho de las expresiones artísticas un mero producto de usar-desechar, sin contenido, sin identidad, sin posteridad. Resulta alarmante cómo la falsa democratización de las tecnologías digitales ha desplazado a los artistas en beneficio de paupérrimos productores, al tiempo que también ha recalculado el talento de los cantantes, adaptándose a una falso minimalismo musical, para seguir compitiendo en un mercado espectacular para una sociedad acelerada que ya no dispone su oído para contemplar la física de la música, cada vez más incapaz de apreciar la diversidad rítmica, armónica y melódica; es el estándar del bajo estándar, donde el cantante no sabe cantar, y el que sabe cantar ya no explota el máximo de su voz.  

Desde la crisis de 2008 hasta la era de los efectos post-pandémicos, se hace más latente la necesidad urgente de redescubrir la trascendencia humana, algo que el discurso motivacional no ha podido hacer, ni el trabajo, ni la fraudulenta ley de la atracción, sino las artes y solo las artes. Prueba de ello fueron las múltiples respuestas que ofrecieron las artes para apaciguar el estrés del encierro por el parón de la Covid-19. Los sonideros virtuales y las obras de teatro y conciertos presentados por streaming, artistas independientes disponiendo su talento al rescate de una sociedad al borde del colapso psicoemocional.  ¿Qué fue de todo ello? ¿Dónde están? ¿Por qué muchos de ellos están en las calles danzando, cantando o tocando por unas cuantas monedas en las calles? ¿Por qué sigue habiendo cantantes, instrumentistas, magos y cómicos que ofrecen su arte en el transcurso de la interestación del Metro y furtivamente paran el show al abrirse las puertas del vagón, para que los policías no los retiren por la fuerza? ¿Por qué las compañías teatrales apenas salen “tablas” cuando ofrecen una puesta en escena? ¿Por qué los artistas locales tienen que estar mendigando migajas presupuestales mientras los comentócratas zalameros les propinan etiquetas de conservadores derechistas, incluso cuando muchos de esos artistas han acompañado la lucha por la transformación?

¿Puede un gobierno progresista contribuir a la resistencia contra la debacle artística provocada por la ambición del mercado? Considero que puede y, sobre todo, debe. ¿Cómo hacerlo? En primer lugar, recordando porqué se está donde se está. El pueblo otorgó su beneplácito para hacer las cosas diferentes, mirar primero a los olvidados y construir una nueva cultura política. Los herederos de la Revolución Mexicana lo entendieron y por ello emprendieron una gran cruzada cultural que afianzara la identidad nacional. El cine, la música y el mural se convirtieron en el faro identitario y hasta ideológico de una nación renaciente. ¿Por qué la cuarta transformación está tan lejos de semejante odisea? ¿Es que se nos olvidó o ni siquiera hemos reparado en ello? 

Y es que definitivamente no está mal ocupar recursos públicos para deleite de un segmento demográfico, todo lo contrario, es fantástico que se pueda ocupar parte del presupuesto para traer un ratito de alegría. Pero que no esté mal no implica, per se, que esté bien. Es decir, que no sea una malversación de las finanzas públicas no significa que traerán un beneficie cualificable y cuantificable, o sea que ni siquiera podemos evaluar si tuvo un impacto favorable para el bienestar popular, más allá de la derrama económica que al igual que el Gran Premio de México (siempre criticado), es una derrama que se mueve sobre todo en la iniciativa privada. Salvo por las condiciones de acceso al público, en términos económicos no hay mayor beneficio del primero sobre el segundo. Es justo entre estos vacíos donde se puede hacer historia, trascender, dejar huella… o ser y hacer más de lo mismo. 

¿Y si el presupuesto para cultura, en cualquiera de los niveles de gobierno, se destinara a la promoción de encuentros de arte donde puedan concurrir el público, los artistas, las escuelas de arte y los productores? ¿No sería una actividad mucho más democrática de la cual todas las partes salgan ganando? ¿Y si además de traer artistas consagrados por el capitalismo del espectáculo, traemos también otro tipo de puestas en escena que hasta ahora solo están disponibles para ciertos segmentos socioeconómicos y socioculturales en los que no se cuenta la mayoría de la población mexicana, como las galantes funciones de André Rieu, Shen Yun, Lion King o Circus du Soleil?

¿Qué tal si se usara el aparato de la administración pública para crear experimentos que faciliten el disfrute de las bellas artes con la cultura popular y encima proponer al mundo otras expresiones? Hablemos por ejemplo de los sinfónicos de piezas de la música popular, y hasta la difusión del fascinante fenómeno del prehispanic metal y otras tantas fusiones de la música autóctona mezclada con las nuevas tendencias de la música pop. ¿Qué tal un festival cultural de la Ciudad de México donde se presenten artistas musicales y teatrales, de la danza, de la escultura el cine y las letras, de la riqueza culinaria,  apoyados desde el presupuesto público, donde también concurran empresarios del espectáculo, figuras artísticas reconocidas mundialmente, y hasta industrias tecnológicas dedicadas al entretenimiento? ¿Qué tal si nos tomamos en serio hacer del corazón del país una capital cultural? 

¿Por qué decimos que es progresista traer con recursos públicos a una artista consagrada por la industria capitalista, pero si los artistas locales e independiente reclaman apoyos los hemos de llamar conservadores?

Ya nos advertía Ernesto Sabato que hay momentos en que lo progresista es reaccionario y lo reaccionario es progresista. Hemos llegado a ese punto de inflexión, nuestra noción de transformación está a prueba. La transformación será cultural, o no será.