Y no me refiero a la vez que se desnudaron veinte mil personas en el Zócalo. La semana pasada, nuestra Ciudad rompió el récord del día más caluroso en su Historia. Creo que es la primera vez que el calentamiento global es palpable en mi vida cotidiana. Eran las dos de la tarde, mi casa parecía un horno y decidí salir a dar una vuelta en la moto para concluir un par de pendientes. Lo cierto es que el bochorno no me pareció particularmente malo. Cuando hay mucha gente en mi casa suele alcanzar temperaturas similares. Supongo que en ese instante no me llamó la atención que estaba solo.
Tomé una vía rápida con un largo túnel entremedio. La sombra y la velocidad me refrescaron inmediatamente. Un placentero alivio recorrió mi cuerpo, hasta tomar el cruce que me llevaba a mi destino. Bajé la velocidad por el tráfico y un calor extremo me invadió. Entré en pánico, pensé que mi vehículo estaba mal o que frente mío estaba un coche a punto de prender en llamas. Me costó varios instantes darme cuenta de que aquella sensación equivalente a dormir detrás del escape de un tráiler envuelto en cobijas era el aire hervido que emanaba de las grietas del asfalto. El mundo estaba en llamas.
Regresé a mi casa poco después del tope de temperatura. Agarré un agua del refrigerador y prendí el ventilador que arreglé un par de años atrás cuando el calor se volvió cada vez más extremo. Me invade el recuerdo de cuando iba al kínder y me acurrucaba en las cobijas mientras Dora la Exploradora pedía ayuda para encontrar una llave que flotaba junto al estúpido mono. La tenue luz del alba inundaba el ambiente de un oscuro azul. El color de aquellos recuerdos se confunde con el insoportable frío y la sensación pétrea de las lagañas matutinas. Esas mañanas no volverán.
Suelo presumir a mis amigos extranjeros, a quienes conozco exclusivamente por el milagro de las telecomunicaciones, que la Ciudad de México no baja de 5 y no sube de 30 grados. El clima perfecto. Posiblemente esto sea cierto por varias décadas. El calentamiento global es más un problema de colapso ecosistémico que de combustiones espontáneas. Días como aquel serán más comunes, sí, aunque de todas formas raros. Pero también es cierto que el clima parece que nunca será como era antes. Al menos si no paramos, socialmente, el cataclismo ambiental.
Que quede claro, no me trago el cuento de salvar al mundo tomando un baño 5 minutos más corto mientras Coca-Cola se chinga la mitad del agua de Chiapas para refresco y embotella la otra mitad. Tampoco promuevo el alarmismo climático de proyectar la sequía del Cutzamala para el próximo viernes, en caso de que no llueva, cuando claramente el cielo ya está nublado. Creo que el llamado a la acción debe ser concreto: políticas públicas, soluciones tecnológicas, inversión en estrategias de contención, legislación ambiental, etc. Además, cada acción individual debe desembocar en un trabajo colectivo. No obstante, se debe respetar la libertad a dar lo que cada quien considere conveniente, sin recurrir al chantaje emocional y a los imperativos de superioridad moral que tanto aman los activistas de juguete, como aquellas opiniones baratas que niegan cualquier aportación que no pase una lista exhaustiva de pureza humana basada en setenta problemáticas sociales diferentes. Lo más importante, no se debe alienar la lucha ambiental de las plataformas políticas: sean electorales o ciudadanas.
Ahora bien, el ser humano es un animal de costumbres. Odiamos los inconvenientes. El problema de los peligros abstractos es que son bastante incompatibles para nuestra arquitectura de mamífero, así que recurramos a un escenario mental. El calentamiento global es el aullido de un lobo en la noche. Nos escondemos en la cueva y procuramos ocupar la mente en otras cosas que no tengan que ver con el aterrador sonido del bosque. Dibujamos en las paredes hasta que notamos que el par de puntos brillantes al fondo de nuestro refugio no es una pintura. Es el brillo de la mirada de la muerte. Siento que el día más caliente en la Historia de la Ciudad de México es esos ojos para mí. Quise ignorarlos esta semana, pero desde aquel bochorno callejero no le he quitado la vista encima. Hay algo que alivia mucho de verlo a la cara: el placer de no tener más opciones.