La reciente campaña de American Eagle protagonizada por la actriz estadounidense Sydney Sweeney es un artefacto cultural que condensa algunos de los mecanismos más sofisticados y perversos del capitalismo tardío. En la superficie está la proyección de una estrella contemporánea, una actriz que encarna una feminidad ambigua suspendida entre la inocencia y el erotismo, envuelta en mezclilla y escenarios que evocan los típicos suburbios estadounidenses de los años 90. Pero bajo esa superficie hay algo más profundo: el deseo embalado, la nostalgia como estrategia y la estética como mercancía.
El capitalismo ha aprendido a explotar el deseo. No lo inventa, pero lo dirige, lo administra, lo moldea. En este sentido, el deseo ya no es una fuerza vital o espontánea, sino un recurso productivo: algo que se puede activar, canalizar y rentabilizar. Lo que American Eagle comercializa, más que ropa, es una historia acerca del deseo, una narrativa que se articula en torno a una imagen cuidadosamente construida, una promesa de lo “real” que en realidad está vacía: lo vuelve en fetiche.
Marx habló del fetichismo de la mercancía como la ilusión de que los objetos poseen un valor intrínseco y poderes sociales, cuando en realidad ocultan las relaciones humanas y de trabajo que los producen. En el capitalismo contemporáneo, ese fetiche ha evolucionado: ya no es solo el objeto lo que se fetichiza, sino la marca, la historia detrás, el estilo de vida que promete. Y ese "algo" está profundamente ligado al deseo: de pertenecer, de destacar, de ser deseado y deseable. Sydney Sweeney no es la imagen de una prenda, sino el significante de un deseo posible. Fredric Jameson, al hablar del pastiche en el posmodernismo, lo describía como una “imitación vacía”, una repetición hueca de estilos pasados sin contenido crítico. La campaña de American Eagle es puro pastiche: apela a una estética noventera sin recuperar ninguna de sus tensiones culturales. El grunge, el DIY, la resistencia han sido neutralizados y transformados en mercancía.
Sin ignorar por supuesto el mensaje de un supremacismo racial implícito (no tanto) en el juego de palabras con “Sydney Sweeney tiene grandes genes jeans”, un eslogan que ha desatado la discusión sobre cómo los discursos de ultraderecha han capitalizado aprovechado las tensiones políticas para comercializar productos.
Por otro lado, el filósofo británico Mark Fisher, desde su lectura de “El deseo poscapitalista”, advertía sobre nuestra incapacidad para imaginar algo fuera del sistema actual. El capitalismo ha conseguido asimilar incluso sus propias críticas y contradicciones, las ha vuelto productos. En lugar de futuro, nos ofrece nostalgia, rebranding. La campaña con Sweeney es un síntoma: consumimos la estética del pasado que funciona como el placer para el capitalismo.
La narrativa detrás de la marca, ese relato que conecta deseo, estilo e identidad, funciona como un mecanismo de control simbólico. Nos dice qué desear y cómo desearlo. Pero ese deseo está cuidadosamente limitado y enunciado por la lógica del capital: un deseo que siempre está incompleto, que nunca se satisface del todo, porque su función no es realizarnos, sino mantenernos en el consumo.
Así, el deseo deja de ser una fuerza vital para convertirse en una forma de deuda emocional perpetua: deseamos lo que no somos, lo que no tenemos, lo que otros parecen tener. Y ese vacío es exactamente el combustible que alimenta y sostiene el capital. No se trata solo de mezclilla ni de marketing: se trata de cómo el capital captura incluso lo más íntimo de nuestras pulsiones y lo convierte en mercancía.