No cabe duda de que el avance tecnológico ha impactado profundamente en todas las dimensiones de la vida humana; sin embargo, la siguiente frontera tecnológica parece más radical que las anteriores, ya que se trata de la fusión de la tecnología con el cerebro, en lo que se conoce como neurotecnología, especialmente las llamadas interfases neuronales, las cuales permiten conectar directamente el cerebro humano con sistemas tecnológicos, lo que significa que pueden traducir señales cerebrales en instrucciones que una máquina puede interpretar y ejecutar.
Más allá del entusiasmo -supuestamente- altruista que rodea a las interfases neuronales, lo cierto es que estas herramientas no emergen en el vacío ni están desligadas de los intereses que las promueven, financian y controlan; en este contexto, las interfaces neuronales se presentan como una frontera difusa entre la innovación, el poder empresarial y la proyección de poder geopolítico. Si bien esta tecnología puede contribuir a campos como la medicina o la educación, su desarrollo se inserta en un sistema capitalista altamente desigual, el cual es, a su vez, escenario de diversos enfrentamientos geopolíticos, así como de una transición de poder internacional de Occidente a Oriente.
Por lo que tal como ocurrió en su momento con el internet o las redes sociales, los dispositivos neuronales no son productos neutros, sino que dependen por completo del contexto político, económico e ideológico que los produce e implementa. Actualmente ese contexto está dominado por un sistema que promueve la mercantilización de cada aspecto de la vida y, por lo tanto, no es casual que las primeras aplicaciones de estas tecnologías estén orientadas al rendimiento, la vigilancia y la competitividad, antes que al bienestar colectivo.
Además, a diferencia de lo que promocionan constantemente, resulta problemático asumir que estas tecnologías estarán disponibles universalmente o que su uso será equitativo, sino todo lo contrario; el acceso diferenciado a estas herramientas puede traducirse en una nueva forma de desigualdad, mucho más difícil de revertir, una basada en la capacidad cerebral “aumentada” por dispositivos para quien pueda pagarlo.
Con lo anterior, la desigualdad del futuro ya no sólo se tratará de quién tiene acceso a internet o a educación, sino de quién puede mejorar su propia mente mediante dispositivos sofisticados, y quién no. Esta brecha podría consolidar una elite tecnológicamente mejorada, al tiempo que una mayoría permanece excluida de estos beneficios, profundizando asimetrías que ya existen y que ahora adquirirían un carácter tecno-biológico.
Asimismo, el desarrollo de estas tecnologías no es solamente una carrera empresarial, sino también una competencia geopolítica; iniciativas como el Brain Project en Estados Unidos, el China Brain Project o el Human Brain Project europeo muestran que las potencias globales están invirtiendo recursos multimillonarios en neurotecnología como parte de su estrategia de seguridad, innovación y control.
De este modo, la mente humana se convierte en un nuevo territorio en disputa, tanto para fines defensivos como ofensivos; y en este juego, los países con menor capacidad tecnológica podrían quedar atrapados como simples usuarios crónicamente dependientes, consumidores de dispositivos diseñados y gobernados desde fuera, sin capacidad alguna para influir en su desarrollo o en su marco normativo, justo como pasa con internet y la inteligencia artificial.
En este contexto, resulta fundamental discutir a nivel global si estas tecnologías deben ser reguladas y, en su caso, cómo hacerlo, ya que esta tecnología abre una nueva brecha en la relación humanidad-tecnología-poder, la cual es muy probable que siga otras tendencias preexistentes, así como pasa con el crónico abuso y explotación de datos, por lo que ¿Puede considerarse que alguien da su consentimiento informado cuando ni siquiera comprende completamente cómo se interpretarán sus ondas cerebrales? ¿Quién tiene derecho a procesar, almacenar o vender ese tipo de datos? ¿Qué garantías existen de que esa información no sea utilizada en contra de las personas, por ejemplo, en procesos políticos, judiciales o financieros?
En este marco conviene repensar el papel de los datos, ya que el valor de los datos cerebrales sería inmenso y con una gran sensibilidad; sin embargo, la mayoría de los ciudadanos actualmente no tiene control alguno sobre su uso, por lo que la captura masiva de datos cerebrales, combinada con algoritmos de aprendizaje automático, puede derivar en sistemas altamente sofisticados de predicción, segmentación o influencia mental, sin que existan mecanismos efectivos para contrarrestarlos.
Por último, es importante considerar el hecho de que estas herramientas estén en manos de grandes conglomerados tecnológicos solo acentúa la urgencia de una respuesta pública, coherente y global. Por lo que no basta con regular el uso de las tecnologías, sino que hay que decidir colectivamente qué tipo de sociedad queremos construir con ellas; en este sentido, el debate sobre las interfaces neuronales es, en el fondo, un debate sobre el futuro de lo humano.