Cuando acabó de escribir que el jaguar esperaría una nueva oportunidad, se levantó, metió rápidamente a su mochila la libreta donde escribía y se apresuró a hacer sonar el timbre que anunciaba al chofer su necesidad de bajar del camión.
Mientras salta al camino desde un autobús que se niega a detenerse del todo, el piano frenético y la voz de una mujer que canta con una voz que embruja desde los audífonos, se mezclan con el sonido de carros y con el sol del mediodía para conformar una textura gelatinosa por la que el vehículo se mueve con dificultad.
Su cabeza está llena. No distingue entre lo que ve, oye o piensa. Entre la música pegada en sus oídos y la necesidad de moverse rápido ya no alcanza a oír sus pensamientos. Sólo se resbala en un camino de tierra seca y comprimida que se escurre entre un sembradío de maíz seco ceñido por una cerca de troncos secos y del otro lado, algunas casitas de adobe donde el tiempo pareciera atrapado.
Paso a paso, bajo el sol, en la soledad del medio día, avanzaba resignado esperando que también la casa a la que iba se acercara a ella al mismo ritmo para que se encontraran a mitad del camino. Era el único ser vivo que se movía para tratar de cruzar esta lluvia de sol, pero llegó al final del camino de tierra seca y alcanzó la carretera. Una carretera negra, con su línea blanca punteada al centro. La cual siempre estaba ahí, esperando.
Volteó a la izquierda y ahí seguía el horizonte, como siempre, a la derecha, la vista se resbalaba sin que nadie la pudiera detener, mientras la vitalidad del piano neoyorquino y la voz de una mujer muerta que cantaba desde los audífonos contrastaba con el paisaje que se negaba a existir. Cruzó.
El caserío empezaba con una calle de terracería que trataba de hacer una curva larga desde el camino que acababa de cruzar. Una casa de cada lado, una frente a otra como vigilantes silenciosos, inmóviles, petrificados. Unos metros después un mezquite seco con un par de perros dormidos en su sombra.
Conforme avanza, las calles aparecen de forma orgánica, casas pequeñas, viejas que apenas dan sombra con sus muros de adobe pintado por colores descarapelados. A veces, algún carro duerme en medio de la calle, pegado a un muro, como con cariño. El silencio y el calor es abrumador.
Camina y unos ojos lo vigilan a través de polvosas cortinas que se levantan ante el sonido de pasos que se acercan para romper el tiempo. Tras un par de minutos, llega. Abre la puerta y entra en espacio oscuro y mientras sus ojos se acostumbran y logra reconocer el sillón, la mesa, la cocina en un rincón del único cuarto y al fondo la cama con Gustavo aún muerto, quieto, con los ojos abiertos mirando al techo.
Verónica avanzó hasta la silla que estaba junto a la cama, hizo a un lado un mantel que hacia el trabajo de cortina en la pequeña ventana que se encontraba justo arriba de la cama. El sol entró con violencia al cuarto y se agolpó sobre el cuerpo rígido en que flotaban millones de volutas de polvo rociadas de luz.
Mientras las manos de un pianista sin cuerpo volaban por las teclas y la voz de la cantante rasguñaba una historia de amor que le cantaba en los auriculares, ella quitó con cuidado una cerveza victoria que estaba a la mitad de la silla y la dejó en el suelo, tomó los cigarros y los guardó en la bolsa del pantalón, dejó su mochila en el suelo, apagó el walkman y apoyó la diadema de los audífonos en el cuello y se sentó sin decir nada.
Cuando Verónica corría, Gustavo reía desde una banca en el jardín principal junto a los árboles. Ella iba y venía con un globo rojo arrastrado desde lo alto, y ella feliz hacía sonar sus zapatos de cuero blanco, con su correa al tobillo y sus calcetas blancas y él esperaba que ella se acercara sudorosa y le pidiera de su refresco, luego ella saldría corriendo nuevamente una y otra vez, feliz, con la felicidad que dan unos zapatos nuevos y un globo rojo con cara de payaso.
Luego el camino lento a la casa, donde mamá los esperaba.
Gustavo, con sus años de hermano mayor era una mano para caminar, una sonrisa y la excusa para no comer sopa. Verónica corría siempre alrededor de él y él la tomaba de una mano para que su circunferencia fuera constante, luego cambiaba de mano para que el círculo se completara una y otra vez.
Él trataba de que se detuviera para que volteara a ver los pájaros y la montaña que estaba al final del pueblo, pero ella sólo gritaba, reía y corría. Sólo se sentaba cuando él ponía los discos de jazz que se encontró en una caja días después de aquel choque de los gringos en la carretera.
El sonido voraz de los solos de trompetas combinado con las voces de mujeres que retaban una y otra vez el tiempo para cantarnos desde la muerte entraba en el corazón de Verónica con una velocidad dictada por el sonido de una batería que no podía seguir la carrera del saxofón. El jazz era como ella, música corriendo con su globo detrás mientras los demás no podían hacer nada, salvo sonreír y verla correr, irse y regresar hasta el final del último compás.
Un día, Gustavo se fue sin ella, sin discos, sin nada bajo el brazo, cruzó la puerta y desapareció. Sin discusiones, sin dolor, sin nada. Verónica no entendió. Lo necesitaba para correr alrededor, para volver por refresco y para que pusiera esa música que no entendía pero que la obligaba a sentarse hipnotizada.
Mamá no dijo nunca nada, sólo continuó y la vida siguió sin mucho sentido.
Ayer, el teléfono sonó en medio de la tarde para exigir el derecho del ayer de llenar los espacios que quedaron vacíos. Verónica creyó oír un largo solo de trompeta mientras supo que Gustavo estaba en San Miguel y que necesitaba verla, pero no quiso dejar su trabajo en la papelería y salir corriendo para tomar el camión y cruzar esas 2 horas que los separaban.
Terminó de envolver los regalos que llegaron en el día, vendió lápices, mapas; sacó copias, cobró, limpió, cerró. Todo con su walkman repitiendo una y otra vez aquel cassette de jazz, mientras sus recuerdos rumiaban a su hermano.
Llegó a casa, saludo a Manuel y a Bety, una niña que no se parecía a ella, quieta, con su caminar lento y sonrisa boba. El recuerdo de Gustavo le daba certeza de que esa niña, a pesar de haber nacido de ella, no era su hija. Era todo lo que ella no era y quizá la desaparición del hermano o la influencia de la familia de Manuel era la razón.
No dijo nada. Caminó por las calles del pueblo con ellos para comprar pan y tomarse un refresco en el camino. Lentamente caminaron, mientras ella quería, en silencio, salir corriendo. Las luces amarillentas del jardín principal los acariciaron y Verónica temblaba pues quería huir. Resistió mientras saludaban, como todas las noches, a quienes se cruzaban en el camino.
Esa noche la rutina se cumplió paso a paso. La mañana siguiente la papelería no se abrió y Verónica camino hacia la parada del camión, esperó y abordó. Sacó su libreta y escribió sobre un jaguar mientras una cantante de jazz muerta le acercaba a su viejo hermano.