En mayo de 2020, documenté en The Washington Post cómo los gobiernos de América Latina, incluido el de México, estaban utilizando antenas falsas —también conocidas como IMSI Catchers o StingRays— para interceptar llamadas, ubicar personas en tiempo real y extraer datos sensibles de teléfonos móviles sin control judicial. Esta tecnología, que opera mimetizándose como una torre celular legítima, permite capturar información de cualquier dispositivo en las cercanías. Lo más grave es que estas herramientas estaban siendo adquiridas y operadas en completa opacidad, al margen de cualquier escrutinio legislativo o social, y muchas veces en alianza con instancias de seguridad y empresas privadas.
Aquella investigación advertía sobre una tendencia creciente: la transformación de los aparatos de seguridad del Estado en mecanismos de vigilancia masiva sin frenos democráticos. Lo que parecía una anécdota técnica era, en realidad, un síntoma de una enfermedad estructural: la consolidación de una arquitectura digital del autoritarismo. Lo que vino después solo confirmó esa advertencia.
El 10 de julio de 2021, el mundo se estremeció con una revelación que, aunque escandalosa, no sorprendió a quienes hemos documentado los excesos del poder en México. Pegasus, el malware israelí desarrollado por NSO Group —supuestamente creado para combatir el terrorismo y el crimen organizado— fue utilizado por el gobierno de Enrique Peña Nieto para espiar a periodistas, activistas y defensores de derechos humanos. Hoy, cuatro años después, la justicia toca a la puerta del expresidente: la Fiscalía General de la República lo investiga por presuntamente haber recibido 25 millones de dólares en sobornos para facilitar contratos con NSO Group.
La historia es conocida, pero los responsables nunca fueron tocados. Hasta ahora.
Las revelaciones recientes, confirmadas por fuentes judiciales en Israel y difundidas por El País, podrían romper, por primera vez, el pacto de impunidad que ha blindado a Peña Nieto desde su salida de Los Pinos. No se trata solo de un exmandatario bajo sospecha, sino del eslabón superior de una maquinaria de vigilancia utilizada para sofocar la disidencia y criminalizar la verdad.
Pegasus no es solo una herramienta de espionaje: es el núcleo de una estructura comercial transnacional que opera con opacidad y bajo esquemas de excepción legal. NSO Group, fundada en 2010 en Herzliya, Israel, se especializa en el desarrollo de software ofensivo para vigilancia. Su producto estrella permite infectar dispositivos móviles sin que el usuario lo sepa. Una vez adentro, el malware accede a micrófonos, cámaras, ubicaciones y mensajes cifrados en tiempo real. Aunque NSO afirma vender solo a gobiernos con fines de seguridad nacional, múltiples investigaciones, incluyendo las del Citizen Lab y Forbidden Stories, han demostrado su uso sistemático contra población civil.
A nivel global, Pegasus ha sido empleado por regímenes autoritarios como Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Marruecos y Ruanda. En Arabia Saudita, miembros del entorno de Jamal Khashoggi fueron espiados antes de su asesinato. En Marruecos, el periodista Omar Radi fue vigilado, encarcelado y silenciado. En Polonia, la Fiscalía admitió que Pegasus fue empleado para espiar a la oposición durante elecciones. En Jordania, al menos 30 periodistas fueron hackeados en 2019.
México no se quedó atrás: construyó su propio infierno digital. Durante el gobierno de Peña Nieto, Pegasus fue usado para vigilar a periodistas como Carmen Aristegui, Salvador Camarena y Daniel Lizárraga. También fueron espiados defensores de derechos humanos y los padres de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. El mensaje era claro: quien hable, será vigilado.
Pero Pegasus es solo una pieza del tablero. En China, el Partido Comunista ha implementado un modelo de control total basado en reconocimiento facial, vigilancia biométrica y análisis predictivo. En Xinjiang, millones de personas son monitoreadas por sistemas como IJOP, que detectan “comportamientos sospechosos”.
En Estados Unidos, Edward Snowden reveló en 2013 que la NSA espiaba a ciudadanos y líderes extranjeros sin orden judicial, mediante programas como PRISM. Aunque hubo reformas, muchas prácticas de espionaje masivo siguen intactas, amparadas por leyes ambiguas como la Sección 702 de la FISA. El mensaje es inquietante: la híper vigilancia no distingue entre dictaduras o democracias. Su lógica es transversal y corrosiva.
Vigilar es dominar. La vigilancia masiva redefine lo que entendemos por privacidad y libertad. En nombre de la seguridad nacional, se justifica el espionaje preventivo, sin control judicial ni supervisión parlamentaria. La tecnología, sin frenos, se convierte en un aparato de dominación: invisibiliza, castiga, intimida. Convierte al ciudadano en sospechoso por defecto.
México fue ejemplo de ese modelo autoritario
Pese a las múltiples denuncias presentadas ante organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos o el Comité DESC de la ONU, el Estado mexicano ha evitado una respuesta integral. No ha habido reparación a las víctimas, ni reformas legales que limiten el uso de tecnologías intrusivas. La vigilancia militar sigue intacta, sin controles civiles ni auditorías independientes.
En contraste, países como Francia y Canadá ya han iniciado reformas para prohibir la adquisición de malware sin control legislativo. En 2021, tras descubrirse que altos funcionarios, incluso el presidente Macron, fueron objetivo de Pegasus, Francia inició investigaciones oficiales y suspendió negociaciones para adquirir el spyware. Además, en 2023 el parlamento incluyó en una reforma judicial la autorización para que fuerzas policiales activen cámaras y micrófonos remotos, lo que ha generado debate por la falta de control legislativo adecuado.
La Royal Canadian Mounted Police admitió el uso de spyware en al menos 10 investigaciones entre 2018 y 2020. En 2022, un comité parlamentario recomendó crear una lista negra de proveedores y exigir evaluaciones de impacto en privacidad antes de autorizar su uso, reconociendo la “cultura de secrecía” y señalando la ausencia de un marco legal claro.
En México, en cambio, las víctimas han enfrentado amenazas, campañas de desprestigio y criminalización. Muchas han desistido de sus denuncias ante la falta de garantías institucionales. Según R3D y Artículo 19, el propósito del espionaje era “proporcionar información para desprestigiar al defensor, acusándolo, sin pruebas, de tener nexos con el Cártel del Noreste”.
Eso constituyó un intento de criminalización encubierta frente a la sociedad. Por ejemplo, en abril de 2023, dos personas defensoras de derechos humanos del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Centro Prodh) fueron espiadas con Pegasus entre junio y septiembre de 2022, justo cuando investigaban presuntas ejecuciones extrajudiciales vinculadas al Ejército en Nuevo Laredo, Tamaulipas. El correo de Apple notificó que sus teléfonos habían sido vulnerados por “atacantes patrocinados por un Estado”.
El silencio institucional es complicidad. NSO Group y los gobiernos que han utilizado Pegasus violan los Principios Rectores sobre las Empresas y los Derechos Humanos de la ONU. Las empresas deben prevenir daños, actuar con debida diligencia y reparar abusos. NSO no ha cumplido con ninguno de estos criterios. Los Estados, por su parte, tienen el deber de proteger a su población de abusos privados. México tampoco ha cumplido.
La impunidad ha dejado heridas abiertas. Cada teléfono infectado fue una sentencia encubierta. Cada archivo hackeado, una amenaza al derecho a defender derechos. La vigilancia ilegal no es un error administrativo: es un crimen de Estado.
¿Y ahora qué? Hay rutas posibles. Organizaciones mexicanas ya exploran la justicia transnacional: en Francia e Irlanda, víctimas han demandado a NSO Group. La vía civil internacional podría ser una ventana para obligar a la empresa a rendir cuentas. México también necesita una comisión autónoma con capacidad investigadora, que audite los contratos de espionaje firmados en el sexenio peñista, identifique a funcionarios responsables y proponga reformas vinculantes. Sin esto, no hay garantía de no repetición.
Mientras no haya investigaciones efectivas, sanciones penales, reparación a víctimas y reformas estructurales, México continuará siendo rehén de una maquinaria de espionaje diseñada para vigilar al pueblo y proteger al poder.
El juicio a Peña Nieto no es solo penal: es histórico. Si no se desmonta esta arquitectura de vigilancia, viviremos bajo un régimen donde la tecnología no defiende a los ciudadanos, sino a los criminales de cuello blanco. La democracia no puede sobrevivir donde cada mensaje puede ser interceptado, cada reunión grabada, cada protesta anticipada y desactivada antes de ocurrir. La contrainteligencia militar tomando decisiones por nosotros.
Pegasus fue el caballo de Troya del autoritarismo digital. Pero no fue el único. Las antenas falsas, hasta donde sabemos, siguen operando, en silencio y bajo el respaldo de empresas y gobierno. El malware ya mutó. El poder también. La pregunta no es si volverá a usarse.
La pregunta es: ¿estamos preparados para evitarlo?