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  • 07 Jul 2025
  • 18:07
  • SPR Informa 6 min

Esta casa no es hotel

Esta casa no es hotel

Por Arlin Medrano

Este viernes, la manifestación “antigentrificación” en la Ciudad de México, fue la punta del iceberg de un problema que tiene muchas causas, un monstruo de muchas cabezas.

Los nuevos mecanismos de colonización en la actualidad no siempre se manifiestan a través de masacres o genocidios. También cuando los abarrotes de la esquina son reemplazado por una trasnacional, cuando el puesto callejero es derribado para construir una cafetería “aesthetic” que se vuelve viral en Instagram, o cuando la pareja de adultos mayores se ve obligada a mudarse a la periferia porque una inmobiliaria levantó un edificio minimalista donde la renta mensual cotiza en dólares. Poco a poco, los precios de la zona se disparan y lo que fue un territorio de resistencia urbana, se convierte en vitrina para el turismo y finalmente, en territorio expulsivo.

En México, este proceso avanza con velocidad. Lo vemos en la Ciudad de México, pero no es un caso aislado; existe en todas las zonas metropolitanas del país y en playas a lo largo del mapa, donde la cultura que fue resultado de la resistencia colonialista ha sido transformada en mercancía; donde el acceso al suelo, a la vivienda e incluso al espacio público, está determinado por la lógica del mercado. ¿El resultado? Una ciudad segmentada, profundamente desigual, con jóvenes sin casa, pueblos originarios desplazados y locales expulsados del centro a la periferia.

El Artículo 4º Constitucional establece que “toda familia tiene derecho a disfrutar de vivienda digna y decorosa”. Sin embargo, este derecho permanece en el plano declarativo; mientras no exista un marco regulatorio en el precio del suelo urbano, controle el mercado de rentas o limite el uso residencial como inversión especulativa, como ocurre en ciudades como Berlín o Barcelona. Esta omisión ha permitido la proliferación de plataformas de renta corta como Airbnb, sin las regulaciones necesarias, que han sacado del mercado miles de viviendas habitacionales.

Pero la gentrificación no solo es promovida por omisión. También se articula con otras violencias estructurales, atravesadas por el clasismo y el racismo, donde las personas racializadas, de sectores populares o provenientes de la periferia, son discriminadas sistemáticamente en procesos de arrendamiento, donde se privilegia el “perfil” —blanco, extranjero y solvente— sobre la pertenencia comunitaria o arraigo territorial.

Este fenómeno se ha agravado con la llegada masiva de nómadas digitales, en particular estadounidenses y europeos, que —sin tener vínculos sociales, lingüísticos o políticos con la ciudad— logran acceder a zonas céntricas pagando rentas en dólares, desplazando así a las y los nacionales, que incluso con dos trabajos no pueden competir con el tipo de cambio. Como señala Mike Davis (2006), el urbanismo neoliberal crea megaciudades donde el centro es para el capital y las periferias para la supervivencia.

Lo que podría tener un impacto directo en las juventudes, pues mientras el derecho a la vivienda parece un sueño lejano y no un plan de vida factible, la inflación en los precios crea una brecha aún más amplia. El INEGI (2017) documentó que 7 de cada 10 personas entre 25 y 34 años siguen viviendo con sus familias, no por decisión afectiva sino por imposibilidad económica, esto se relaciona en la imposibilidad de formar una familia.

Sin acceso a vivienda, transporte donde se dedica más tiempo en movilidad que en el hogar, ni trabajos con derechos, la emancipación habitacional es imposible. Para las juventudes, formar una familia ya no es opción: sin casa ni futuro estable, la ciudad nos expulsa mientras se vende al mejor postor.

Aquí aparece otra cabeza del monstruo: la gentrificación interna. Quienes son expulsados de zonas céntricas  terminan desplazándose hacia barrios populares, donde su llegada, aunque forzada por el sistema, reproduce la lógica de sustitución social y cultural. Se modifican los precios, las estéticas, los usos del espacio. El barrio cambia. Y entonces, quienes históricamente vivían allí comienzan a sentirse ajenos, incómodos, invisibles. La gentrificación de la gentrificación, que termina en un borrado cultural.

Este conflicto es profundamente político y no puede abordarse con soluciones individuales. No es cuestión de “no mudarse”, “consumir local” o decir “fuera gringo” en abstracto. Se trata de construir una política integral de ciudad, donde el derecho a habitar esté por encima de la lógica acomulativa. Un ejemplo es el proyecto sexenal de vivienda de la Presidenta Claudia Sheinbaum, donde se busca construir 1 millón de viviendas hacia 2030; sin embargo, no es suficiente si no hay respaldo de los otros dos poderes, donde se legisle y exista dictaminación que favorezca la vivienda digna.

Pero esa política no llegará desde las alcaldías —en particular en zonas como Cuauhtémoc, Benito Juárez y Miguel Hidalgo— porque han sido cómplices y articuladores de este modelo de despojo, pues son parte de los grupos que han generado una problemática latente como el “cártel inmobiliario”. Otorgan permisos, flexibilizan normas de uso de suelo, favorecen el acaparamiento de recursos —como el agua—, criminalizan el comercio informal y reprimen la organización vecinal con discursos de “orden y seguridad”. Gobiernos que prefieren responder al capital antes que a sus representados.

Mientras la gente se organiza para resistir, los medios enfocan el lente en un vidrio roto antes que en un desalojo ilegal. Llaman “vándalos” a quienes protestan, no a quienes acaparan la vivienda. Las protestas sociales siempre se narran desde el mismo ángulo: se culpa a quien denuncia el problema, no a quien lo origina. Así, se normaliza la violencia estructural y se criminaliza la rabia, en un intento por deslegitimar una lucha legítima y latente.

Entonces, ¿qué hacer ante este monstruo de muchas cabezas? Lo primero es nombrarlo. Desnudarlo. Exponer que la gentrificación no es una consecuencia inevitable del desarrollo urbano, sino una estrategia de clase, una política de exclusión, una expresión sofisticada de despojo. Lo segundo es construir una agenda común: una ciudad no puede ser pensada sin sus habitantes. No puede seguir gobernada por el mercado. Y lo tercero es actuar: desde los movimientos barriales y vecinales, las juventudes organizadas. Porque la ciudad no es solo un lugar para vivir: es un derecho que debemos disputar colectivamente.

Frente a este monstruo de muchas cabezas, necesitamos cabezas que sueñen y manos que resistan. No vinimos al mundo a sobrevivir el despojo, sino a recuperar lo que nos pertenece: el derecho a quedarnos y decir: Esta casa no es hotel, somos una comunidad que resiste.

 

Referencias

  • Davis, M. (2006). Planet of Slums. Verso.
  • Harvey, D. (2012). Ciudades Rebeldes: Del derecho de la ciudad a la revolución urbana. Siglo XXI.
  • INEGI (2017). Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo.