El pasado viernes, la Ciudad de México presenció la primera marcha anti-gentrificación. Esta marcha es una más de las varias que se han desarrollado, desde hace algunos años, en ciudades como Barcelona en contra de las plataformas de renta de alojamiento de corta estancia. La marcha/protesta del 4 de julio fue una reacción colectiva frente a distintos fenómenos que denotan, más que cualquier otra cosa, una tremenda exclusión urbana. La indignación de quienes marcharon el viernes pasado es comprensible: hay un clamor real por el derecho a una vivienda asequible y al arraigo local.
Si bien la protesta comenzó con una importante participación vecinal, en su tránsito por calles como Sonora, Ámsterdam y Reforma, grupos de encapuchados generaron actos de vandalismo, destrozos en varios inmuebles comerciales, así como fachadas pintadas y saqueos en negocios. El mensaje se desdibujó y se colaron discursos de odio y xenofobia, con gritos como “¡fuera gringos!” y expresiones ofensivas hacia los extranjeros lo que terminó por encender alertas en una causa justa que se contaminó con odio. Las arengas anti-gentrificación se tornaron en un clamor anti-extranjero, específicamente, anti-estadounidense.
En la última década, el término gentrificación ha ganado gran notoriedad en medios, redes sociales, el discurso político y la planeación urbana; en México, parece formar parte de la conversación pública cotidiana. El concepto fue acuñado por la socióloga marxista Ruth Glass en 1964 para describir el proceso mediante el cual barrios obreros de Londres eran ocupados por clases medias, lo que implicaba el desplazamiento de la población original y un cambio radical en el perfil social del lugar.
Glass observó fenómenos como la salida de la industria del centro de la ciudad, el aumento de los costos de transporte y la llegada de población de mayores ingresos que renovaban viviendas deterioradas. Lo que entonces fue una observación puntual, hoy se ha convertido en un concepto de uso común, aunque a menudo se aplica de forma imprecisa o errónea. Piketty en su libro Capital e ideología escribió que la noción de «populismo», tal como se utiliza en el debate público, en ocasiones hasta la saciedad, a menudo equivalía a mezclar todo en una especie de sopa indigesta. Lo mismo pasa ahora con la noción de gentrificación.
Actualmente, en México la mayoría de personas relacionan la presencia de extranjeros o la proliferación de cafés y tiendas de diseño con la gentrificación, pero estos signos visuales no bastan para definirla. También se suele confundir con otros procesos, como la pérdida o mercantilización de tradiciones locales en destinos turísticos, lo cual puede implicar dinámicas culturales problemáticas, pero no necesariamente gentrificación.
Un indicador más concreto de la gentrificación es el aumento sostenido en los precios de la vivienda, que provoca la expulsión de residentes originales con menores ingresos. El desplazamiento forzado de estas comunidades es el efecto más preocupante de la gentrificación. Aunque cada ciudad o barrio vive este fenómeno de forma distinta, el patrón recurrente es claro: la transformación del espacio urbano excluye a quienes históricamente lo habitaron. La revalorización del territorio trae consigo una paradoja: el lugar mejora, pero ya no es para quienes originalmente lo habitó.
En este rubro, las cifras estimadas con respecto a la accesibilidad y acequibilidad de la vivienda son alarmantes. En la alcaldía Cuauhtémoc, en donde se localizan la Condesa y la Roma, la renta promedio pasó de 16,828 pesos en 2022 a 22,911 pesos en diciembre de 2023, es decir, un incremento de 36%. Nueve colonias, incluidas Roma, Condesa, Hipódromo y Juárez, registraron aumentos de hasta 118% en los precios de renta respecto al promedio de sus respectivas alcaldías. En la colonia Juárez, la renta pasó de 8,000 a 29,000 pesos en pocos años, es decir, se triplicó. En la Condesa, los precios pueden alcanzar el rango de 60,000- 75,000 pesos o incluso más. Estos datos muestran cómo el crecimiento de las rentas han vuelto inviable la permanencia de un segemento de la población de clase media. La vivienda se ha vuelto inasequibe especialmente para sectores vulnerables como los jóvenes y las mujeres.
La marcha mostró la complejidad de la protesta urbana. Por un lado, existe la necesidad de visibilizar injusticias, y por otro, está la urgencia de mantener el respeto, el orden y construir soluciones desde la participación y no la confrontación. La presidenta Sheinbaum condenó con firmeza “las muestras xenófobas” y advirtió que una protesta legítima no justifica el odio. La frase “México es un país abierto al mundo” no debe ser retórica vacía.
En una ciudad que se precia de ser diversa y plural, tenemos derecho a protestar contra los efectos nocivos de las plataformas, del encarecimiento de la vivienda, en fin, de las injusticias sociales. Pero tenemos el deber de hacerlo sin caer en odio, xenofobia o violencia. La protesta urbana puede cumplir su propósito incluso si se despliega con diálogo, legalidad y solidaridad, evitando caer en la trampa del odio. El encarecimiento de la vivienda, la privatización o mercantilización del espacio público, y la turistificación en las ciudades exige soluciones. Pero quienes protestan deben recordar que el odio es un callejón sin salida. Por su parte, la autoridad tiene la responsabilidad de una planificación urbana ordenada e incluyente, pero sin criminalizar las protestas, siempre que transcurran con respeto y dentro del marco legal.
Coincidentemente, durante el mismo fin de semana circuló ampliamente un video que captó las agresiones verbales e insultos racistas y clasistas de una mujer en la colonia Condesa a un policía de tránsito sólo por aplicarle una multa. Este acto, al que también hizo referencia la presidenta, puso el descubierto el racismo estructural prevalente en México. Es, además, muestra de una violencia simbólica, injustificada y repudiable. El sucesos, que dificilmente puede calificarse como un hecho aislado, es revelador de hasta qué punto el racismo y el clasismo cotidiano aún permea ciertas capas sociales.
Sin temor a la exageración, la marcha anti-gentrificación y la agresión racista contra un policia sacudió de nueva cuenta el núcleo de los dramas urbanos más profundos: las desigualdades y la precarización de la vida urbana para amplios sectores. En ambas situaciones, habrá que recordar que un país que busca ser incluyente y plural debe condenar y sancionar, con firmeza, la discriminación en cualquiera de sus formas.