¿Cómo sabes si ya amaneció si ni siquiera sabes completamente si estás despierto? No siento mi peso, estoy como flotando bajo la sábana. No quiero abrir los ojos pues en ese momento estaré aceptando que desperté. Sé, sin moverme, que la sábana que cubre el colchón está enredada en el centro entre su cuerpo y el mío y que las colchas cayeron por el pie de la cama.
Ella, quizá siga dormida, perdida allá a años luz de mí, perdida en la distancia astronómica que significan los sueños de dos personas que duermen juntas, pero no giro a verla, trato de aferrarme a ese recuerdo del sueño que terminó. Me aferro a ese humo que va desapareciendo, que va convirtiéndose en olvido, en sensación de vacío que provoca el despertar, pero no puedo.
Soñar es un asunto automático, un acto inconsciente que sólo sucede. Uno no se sienta a soñar con un plan en la mano, así como tampoco uno puede sentarse a planear la vida. No podemos hacer nada frente al hecho aplastante, incontrolable, arrollador y asfixiante como la incontrovertible realidad y no hay nada más real que un sueño, el cual pasa sin control alguno. Soñamos y mientras dura, nada podemos hacer, sino quizá despertar, lo cual es una especie de muerte diaria y cotidiana. La muerte de un mundo que fue construido completo y perfecto, bello, donde caben todos los seres, todas las posibilidades, todos los terrores y los anhelos.
Estoy aquí recostado, tratando de recordar para volver a soñar, rumiando los girones de sueño que atrapé en la memoria, como cuando uno sostiene un poco de agua en la mano. Tratando volver a soñar de formas artificiales, repitiendo, llenando los espacios con argumentos, preguntas, con sueños despiertos que lo único que provoca es materializar la vigilia.
Aún recuerdo el hotel con una calle compacta y curva hacia el horizonte, donde mucha gente sentada en la acera veía el mar que estaba cruzando la calle. Yo caminaba con cuidado, tratando de no pisar a nadie, buscando y así entre al restaurante en ruinas. Me quedé viendo el mar oscuro por la noche a través de un vidrio sucio. Entonces con un vaso en la mano avancé hasta el ventanal y ante su mirada, desde algún lugar en el mar, salté. Mientras caía me daba cuenta de que olvidé mi chamarra y pensaba, sin miedo, en regresar antes de llegar al mar.
Esto lo recuerdo, pero ya no lo vivo, no lo veo, ni siquiera estoy seguro de tener los recuerdos en orden. Respiro tratando de volver, pero no puedo. Me giro y en el movimiento abro los ojos y la veo con envidia mientras ella está lejos e inalcanzable atrapada en su propia y onírica realidad. Trato de poner orden en las mantas, volver a cubrir el colchón, regresar al orden. Todo lo hago sigilosamente para no despertarla.
Me vuelvo a arropar. De costado cierro los ojos para invocar el sueño, pero nada. Trato de hacerme un ovillo como cuando era niño y debajo de las mantas me fundo con el tiempo y voy cayendo en una inconciencia tranquila, sin miedos, sin culpas hasta desaparecer.
De repente siento caminar a un costado de mi al gato, quien paso a paso avanza sintiendo lo mullido de la cama, lentamente avanza rosando mi espalda hasta llegar a la nuca. No me muevo y él se acuesta y con el lomo me empuja y se hace una bola. Empieza a ronronear. Abro los ojos. No me atrevo a moverme pues no quiero incomodar al gato.
Sé que casi es hora de que suene el despertador, pero me aferro a la cama pues aún siento la presencia de esa mujer que estaba junto a mi mientras soñaba que no podía dormir. Con la vibración del ronroneo del gato, trato de recordar la habitación donde estaba ella, con su pelo largo y rojizo. Tan largo que caía hasta que rozaba un río que pasaba debajo de la cama. Sabía que vivía por el rítmico movimiento del pecho que anunciaba que dormía. Dormía recostada de lado, con la cara vuelta hacia donde yo estaba viéndola, frente a ella, viendo su cuerpo cubierto por la misma manta grisácea que también me cubría a mí, pero que, al bajar por sus caderas, se negaba a cubrir una pierna que buscaba escapar del calor de las colchas.
Su cuerpo estaba, pero su alma estaba lejos, en otros sueños donde escapaba de todos, quizá principalmente de mí. No pasaba nada en aquel espacio. Sólo la veía respirar. Mientras, no existieron los terrores y los sobresaltos clásicos de los sueños de la literatura o la televisión. No había magia, sólo la veía dormir.
Nos recuerdo en la misma cama, pero sentía el movimiento del rio que empujaba la cama, aunque no recuerdo muros, árboles, un techo o el cielo, no puedo saber si había estrellas o un foco, como si estuviéramos suspendidos en un lugar sin tiempo, sin espacio. Sólo suspendidos en un lugar primigenio, antes de que Dios decidiera iniciar la creación. Quizá antes que el propio Dios.
Sé todo esto, pero no puedo aferrarme al sueño, sólo tengo un recuerdo, una sensación que va desapareciendo mientras la luz del día que amenaza con acabar con los mundos oníricos y provoca que la piel y las obligaciones obliguen a regresar al mundo del que quiero huir. Mi cuerpo está despierto. La vejiga está despierta y lo hace saber. Me levanto, camino somnoliento hacia el baño, prendo la luz y de reojo veo mi reflejo, lo ignoro y voy al retrete.
De vuelta, mientras el agua fría impacta mis manos y provoca que la piel se ponga alerta, veo a un desconocido viéndome desde el espejo, uno que tiene la cara demasiado blanca y las arrugas demasiado marcadas. Un hombre que tiene en la cara el hartazgo y esa duda de ¿quién eres tú?
Regreso a una cama sola. A una habitación donde no hay más vida que la de un gato dormido. A esta hora me toca salir a la vigilia con una parte de la conciencia atorado en la añoranza del mundo que se destruye con la conciencia del día y otra que se debate en proyectar el día, horarios, rutinas, personas, caminos.
Ella se fue hace tiempo, el gato aún la extraña, yo no tanto, la veo, la siento de vez en vez en la ensoñación. No sé qué será de ella, pero no hace falta, a veces platico con ella, la siento, la veo dormir. Eso es lo que me queda. Ya no la espero, pero tengo el recuerdo que vive de vez en cuando con toda la vida, con olores y la sensación de la piel que se eriza de la misma forma que antes. No la extraño, no termina de irse. Eso lo sé. Mientras, la olvidaré hasta que vuelva a ser.