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  • hace 3 días
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El abismo

El abismo

Por Milo Montiel Romo

Coloque sus manos de forma suave sobre el teclado, de forma que el dedo índice de la mano izquierda quede apoyado sobre la tecla F y el índice derecho sobre la J. Por consecuencia los demás dedos quedarán sobre las teclas correctas.

A la derecha la K, la L, la Ñ. Esto suponiendo que sea un teclado para escribir en español, pues en inglés, la Ñ no existe y el dedo meñique derecho quedará sobre la tecla que escribirá el punto y coma en minúscula y en mayúscula los dos puntos. Es decir, la tecla de los listados. 

Los dedos de la mano izquierda caerán sobre la D, la S, la A, sin olvidar que la F quedó debajo del índice izquierdo. Las demás letras están puestas ahí, un poco sin orden, unas arriba, otras debajo de cada dedo y otras a la derecha o izquierda de los índices, derecho e izquierdo.

En este espacio anárquico y caótico está el cuento que debo escribir. Pero, aunque tengo el abecedario en mis manos, las ideas no se asoman. Y yo sigo con los dedos índices sobre la F y la J. Quietos todos, medios, anulares y meñiques, sin olvidar que los pulgares flotan un poco sobre la barra espaciadora mientras esperan.

No he escrito una palabra y me quedo viendo la pantalla. Hace muchos años escuché a un maestro en un taller de cuento que decía que no había nada más aterrador que una hoja en blanco. Pero yo no estoy frente a una hoja, estoy frente a una pantalla que simula a una. Las máquinas de escribir ya son chatarra, objetos de museos, son los cuerpos que se apilan como en esas viejas fotos de la segunda guerra mundial. 

Imagine que un grupo de personas caminan en medio del campo, golpeando la tierra buscando algún indicio de que haya sido removida recientemente. El día ha sido largo, han caminado varios kilómetros buscando los restos de eso que amaron. Entonces uno de ellos se queda quieto al sentir como su bastón se hunde. 

Todos lo ven y se acercan y sin decir nada sacan palas y picos, la tierra se remueve rápidamente, hay mucho polvo y todas y todos se llenan de esta tierra rojiza y entonces llegan al horror. Descubren una fosa llena de esos cuerpos metálicos apilados que fueron una vez aquellas máquinas que escribieron libros, cartas, memorias, tareas escolares, formas burocráticas. 

Con cuidado y con devoción sacan cada máquina de escribir para ponerlas respetuosamente a lado de la fosa sobre sábanas blancas. Los cadáveres fueron alineados mientras los descubridores lloraban en silencio, mientras las lágrimas corrían por caras cubiertas por la tierra que fue removida de la tumba. Los colores de los cuerpos metálicos desaparecieron. Las teclas se habían perdido y la dignidad de aquellas constructoras de texto había desaparecido. 

Por eso lloraban.

Las computadoras perdieron el romanticismo del golpeteo, del contacto casi romántico con las hojas y nos quedamos con una página que no existe sino es a través de la pantalla. Luego, quizá, pueden imprimirse, pero no siempre. Pertenecen a ese no estar del internet, donde las relaciones, las películas, los libros no necesitan estar para existir.

La hoja en la pantalla sigue ahí, con su abismo que duele en la boca del estómago, vacía, y yo con la obligación de construir algo. Los dedos esperan tocando sin tocar el teclado, esperando la orden de iniciar el golpeo para que las letras se ordenen y creen palabras, frases, párrafos y una historia.

Necesito algo que contar, pero no encuentro nada.

Me levanto, camino hacia la estufa y pongo un pocillo azul con agua en la lumbre, me quedo ahí viendo cómo el fuego hace ese ruidito como un seseo provocado por el gas y el agua toma vida para llegar al clímax en medio de la explosión en forma de burbujas que estallan en su superficie. Después, un café y otra vez la hoja-pantalla en blanco.

Vuelvo a poner mis manos en la posición correcta sobre el teclado. Los dedos índices en la F y la J. Los demás en la D, S, A a la izquierda, la K, L, Ñ a la derecha, alrededor las demás letras, números, signos de puntuación, acentos, símbolos, flechas de posicionamiento, saltos de página, y otras funciones que no sé para qué sirven. 

Es como si esperara que las ideas salieran de las yemas de los dedos, pero ellos siguen ahí, esperando. Separo la mano izquierda para tomar la taza de café, doy un sorbo, la dejo y vuelvo a colocar la mano en su lugar. Suena el teléfono.

  • Bueno - Digo.
  • Buenas tardes, estoy llamando del banco… 

Cuelgo, no quiero escuchar la oferta de esa nueva tarjeta que no me interesa. No tengo ganas de ser cortés. Cuelgo y ya. Lanzo el celular al sillón que tengo enfrente del otro lado de la mesa que me sirve de sala de estar. Sigo el viaje del celular con la mirada, esperando que termine su viaje en el sitio seguro que representan los cojines. El aparato vuela dando vueltas y choca con un cojín viejo de terciopelo rojo. Cae en el sillón sin daños y respiro.

Tengo que recordar los ejercicios que me enseñaron en los talleres de cuento corto, esos de cargar con una libreta para apuntar los hechos que vea para construir un argumento, o de escribir un esquema basado en una lluvia de ideas, o fijarse en el rededor para escribir de la familia o los amigos, bajo el supuesto de la experiencia siempre ayuda a construir buenas historias.

Nada de esto jamás sirvió antes, por qué lo haría ahora. 

Pensado en esos talleres que jamás me ayudaron a escribir nada que me gustara y que servían para correr por toda la ciudad para llegar siempre tarde, me levanté para buscar mi celular en el sillón donde lo lancé. Lo tomo y lo conecto con la bocina bluetooth y poner algo de música. 

¿Qué música se debe oír para escribir y cumplir con el estereotipo?

Por la habitación, un saxofón se extiende violentamente como una ola que rápidamente se cuela en cada rincón. Sé que el jazz es lo que se esperaría de quien se dice escritor, pero puedo decir en mi favor. Necesito música que permita que las ideas se resbalen de dónde quiera que estén, pero requiero que no tenga una letra que me distraiga y no importa que el cantante muerto hace años, se desgarre la garganta cantando. La verdad, lo digo con una especie de orgullo, no hablo inglés y su voz se funde con la música.

Regreso a la silla donde me espera la computadora con el cursor parpadeando y voy hacia ella emocionado con un saxofón imaginario mientras me contorsiono siguiendo la alocada melodía. Me siento y sigo el ritmo con los pies y coloco las manos, nuevamente, sobre el teclado. Los dedos índices acarician las protuberancias que tienen las teclas que albergan a la F y la J. 

Mis dedos nuevamente obedecen el orden impuesto por el viejo curso de mecanografía que aprendí en la secundaria. 

Fjfj fjfj fjfj fjfj fjfj fjfj fjfj fjfj fjfj fjfj fjfj fjfj fjfj 

Frv jum frv jum frv jum frv jum frv jum frv jum 

Faja jara faja jara faja jara faja jara faja jara faja jara 

Repetí estos ejercicios hasta el hartazgo, hasta que los dedos olvidaron dónde estaban y empezaron a escribir de forma automática. Naturalicé con la escritura el ruido de las teclas de la máquina de escribir sobre el papel. Veía volar las aspas hasta el papel y con certero golpe, imprimir un carácter. Es verdad, cada tecla de una máquina de escribir pesa muchísimo y hay que inyectar una fuerza que ahora pocos conocen.

Me sorprende la habilidad que tienen algunos para escribir con sólo los dedos índices que van y vienen rápidamente, suben y bajan por el teclado y sin entender el orden de las letras, pueden escribir de manera más o menos eficiente. Pero más sorprendente son aquellos que son maestros en escribir en los teclados de los celulares, sólo con los pulgares. Las nuevas formas de escritura requieren nuevas habilidades, nuevas sensibilidades, nuevos erotismos que algunos no entendemos. 

Estoy cansado, llevo horas y sigo con esta hoja en blanco. Hoy no tengo nada que decir, ojalá y uno pudiera escribir para contar el vacío, la inacción, el fracaso frente a una página en blanco.

Nuevamente estoy frente al parpadeo del cursor, pero ahora tengo una idea que he rumiado largamente. Toda la noche estuve reconstruyendo los relatos de niño. De cómo llegó la abuela a la ciudad, de sus luchas, de sus muchos hijos, del miedo que le tenían todos, hijos y nietos. 

Tengo que empezar a escribir y dar el salto a esa página para llenarla y construir. Ella llegó como llegan muchos cada día hasta perderse en el tiempo. Imagino a los viajantes llegando a la ciudad, todos con la vida metida en un bulto, en una caja, en una maleta y con muchos sueños y pocas posibilidades. 

Llegan, se quedan y amplían esa masa informe de personas e historias que es cualquier ciudad. Con esa amalgama de violencia, paz, ruido, música, felicidad, dolor, miedo, soledad y tumulto. Todo junto, traslapándose y sudando por el roce y el hacinamiento. La ciudad, cualquier ciudad, es la reunión de los extremos, de las contradicciones que se alimentan unas de otras, como una serpiente mordiéndose la cola eternamente. 

Mi abuela llegó a la ciudad en el año de 1934…

No, la verdad es que no estoy seguro de cuándo llegó. Quienes cuentan esta historia, nunca refirieron fechas. 

Sonó el silbato del tren y una mujer cruzó corriendo la estación con tres niños que no podían aguantar el paso. Subieron al carro segundos antes de que empezara su andar... 

La imagen me gusta, es un poco cinematográfica - ¿se dice así?- pero por qué tendría que llegar corriendo, si salió tranquilamente desde su casa, con un plan largamente pensado. Sabía tiempos, días posibles, había pensado día a día cada paso, cada vuelta, cada esquina. Sabía los horarios del tren.

No había nada para la improvisación. Sabía que no podía llevar nada que saliera de lo cotidiano, acaso llevó varios suéteres en la bolsa del yute sin importar que por aquellos días hacía mucho calor. Nadie podía sospechar y nadie lo hizo. Salió un día con la idea de desaparecer de Oaxaca. ¿por qué tendría que correr?

La historia de mi familia empieza con una niña-madre llamada Esperanza, caminando apresuradamente por las calles de la capital oaxaqueña, sin tratar de llamar la atención y arrastrando a tres niños para huir con sólo una bolsa de mercado, a manera de equipaje.

Esperanza huyó de los golpes del soldado con que estuvo casada, no hay nombres, sólo es una sombra que provoca el inicio de esta historia. Salió, como todos los días al mercado, con su bolsa y suéter, acompañada por sus tres hijos, Rosa, Isabel -Chabela- y Gerardo, quienes debieron tener entre los 6 y 8 años. Tomó con la mano izquierda a Rosa, la hermana mayor, de la mano, ella a tomó a Chabela y a su vez, ella a Gerardo.

De la mano derecha, colgaba la bolsa de mercado de yute, donde traía su suéter y su monedero con el poco dinero que su mamá le dio, lo que alcanzó para 2 boletos de tren de segunda clase para la Ciudad de México. Ella pidió 3 medios boletos, y uno completo, pero le dijeron que dos boletos le saldrían más baratos que los 4 que ella quería. Suspiró y lo aceptó. No tenía ganas de discutir.

Llegó una noche a la ciudad de México, sin conocer a nadie, con tres niños y con la necesidad de sobrevivir. Esa noche tomaron una banca de la estación del tren de Buenavista y acorrucados durmieron esa primera noche.

Tenía un plan. En la mañana, en tranvía llegó al Mercado de la Merced y compró tres de esas olls conocidas como vaporeras y lo necesario para hacer tamales. Se echó a la espalda la mayoría de la carga, usó una de las ollas para meter lo comprado y se la amarró en la espalda con el reboso. Tomó dos vaporeras más y las metió una en otra y se las dio a Rosa, la niña llevaba en una mano las vaporeras amarradas en un lazo y en la otra a sus hermanos. 

Como pudieron se subieron al tranvía para ir a la plaza de Garibaldi, en el centro de la ciudad y dejó a los niños en una banca con todo lo comprado mientras fue a buscar una dirección que le dieron en el mercado. Regresó veinte minutos después, encontró a los niños dormidos sobre los bultos. Los despertó y los llevó adormilados hacia un cuarto que acababa de alquilar en el callejón llamado De la Amargura.

Como pudo prendió el fogón de una estufa de piedra, dio de cenar café y pan a los niños y los dejó dormir sobre una cama hecha de algunos costales cubiertos con los suéteres de los mismos niños. Ella no durmió haciendo sus tamales.

Al amanecer, con las vaporeras rebosantes de tamal y puestas sobre un carrito para jalar, despertó a los niños. Ella jalaba aquel armatoste de un mecate que amarraban las llantas delanteras y Rosa lo empujaba con todas sus fuerzas. Chabela y Gerardo dormitaban sentados junto a las ollas. En medio del esfuerzo, Esperanza daba instrucciones. 10 centavos el tamal, tengan cuidado con el cambio. No fiamos. Si llega la policía griten. 

Llegando a la plaza principal de la ciudad instaló a Rosa en una esquina; a Chabela y Gerardo en otra y ella misma en la otra casi rodeando el jardín que existía en ese tiempo en aquella plazac conocida como el Zócalo. Los hijos de Esperanza supieron cumplir bien las órdenes y vendieron todo. Así se repitió la escena cada día en la mañana y en la noche. 

El Zócalo de la Ciudad de México se organiza como todas las plazas principales de todos los pueblos de todos los Estados del país. Siempre, o casi siempre, es un rectángulo que en medio tiene un jardín o una plaza pelona, en algún costado del cuadro está la iglesia y enfrente o muy cerca el Palacio Municipal - ¿palacio? – o las oficinas del gobierno, no importa. La Ciudad de México no es la excepción. Hoy la plaza es una enorme plancha de concreto, pero en los años 30, tenía su jardín, su iglesia y su palacio de gobierno, igual que cualquier pueblo mexicano que se respete.       

Poco tiempo, los niños aprendieron a preparar la masa en el metate, hacer salsas, a cocer el pollo, todo en las madrugadas para la venta del otro día temprano, lo mismo pasaba en las tardes, preparaban la venta de la noche. Esto se convirtió en su vida. Despertaban a vender, luego otra vez a la cocina, luego vender, luego cocinar y dormir y vender. Esperanza era la directora de una orquesta que jugaba, reía, comía, lloraba alrededor de 3 vaporeras de tamales. 

Esperanza no se comunicó cerca de 5 años con su mamá en Oaxaca por miedo al marido, mientras, de alguna manera, entre esa rutina aplastante, Esperanza se embarazó, nunca permitió que se le preguntara acerca del papá. Nació una niña flaca muy blanca y pecosa que llamó Martha.

Ya para entonces, el cuarto donde cocinaban y vivían, ya contaba con dos camas, un ropero, una mesa que pocas veces servía para comer, pues siempre estaba llena y tres sillas. Un crucifijo grande con su cristo sangrante y muerto. Llegó su mamá, la abuela para ayudarle en el cuidado de los niños. 

Cuando la doña Jesusita llega, ya no venden en el Zócalo, ahora venden en una de esas alacenas de comida que había en la plaza de Garibaldi. 

Curiosamente mi única referencia está en las películas de Pedro Infante. Pedro infante, … hace días me sorprendió que unos muchachos me dijeran que nunca habían visto películas de Pedro Infante. Yo crecí viéndolo en la televisión cada domingo. Siempre “Nosotros los Pobres”, “ATM”, “Los Hijos de María Morales”, y no había forma de escapar, contábamos apenas con 3 ó 4 canales. Siempre en las tardes, siempre en fines de semana las mismas películas, una y otra vez hasta el hartazgo. Hasta el aprendizaje. 

Me levanto a poner agua para café. Me da poco de satisfacción ver ya un par de hojas escritas, aunque si soy sincero no termina de convencerme utilizar una historia que tengo metida debajo de la piel. Por ahora sigo, sino llega una mejor idea, sólo avanzare hasta que salga algo. 

Mientras estoy parado junto a la estufa, viendo el pocillo azul esperando que hierva el agua, trato de poner en orden un relato que nunca tuvo un orden, una historia que cambiaba de tiempos, de lugares. Incluso no estoy seguro del orden del nacimiento de los hijos. Sé que Rosa es la más grande, pero fuera de esto, según el relator, a veces Gerardo era más grande, luego Chabela o incluso Martha.

Justo ahí, aparece en la historia José, un panadero llegado de Aguascalientes. Cuentan que esta mujer sumergida hasta el cansancio en su trabajo se enamoró. Nacieron Arturo, Inés. Los niños crecieron y Gerardo sin que nadie sepa bien a bien por qué, se fue de la casa. La bruma aparece, cuentan que trabajó en un barco mercante en Veracruz, que se casó y un hijo. Quizá lo único que atinan a decir de la desaparición de Gerardo en el odio mutuo de José y el ahora joven.

José se va unos años después como bracero y Esperanza quedó embarazada de Teresa…

Estoy atorado. No quiero escribir de esto, quizá esto es material para terapia. No encuentro la magia en este relato. Si estuviera escribiendo en una máquina de escribir el número de hojas rotas, arrugadas y hechas bola en el bote de la basura se desabordarían. O si escribiera a mano, tacharía y tacharía.

Lo cierto es que en estas hojas he utilizado de más la tecla  que retrocede para corregir ideas que no terminan de consecuentes con una historia que no quiere ser. Muchas veces eh pensado que las historias escritas son entes vivos y que los personajes no son manipulables, ni mucho menos obedecen los deseos de quien escribe.

Son seres que vivos harán lo imposible para hacer lo que ellos quieren, por ello, cuando no están de acuerdo con dónde ir, qué pensar o hacer, se sentarán en un costado de la hoja y será imposible moverlos de ahí. Entonces el escritor estará sumergido en una trampa de arena mientras asume que él sólo ejecuta, que construye lo que los personajes ya viven. Quien escribe inventa nada, no diseña, no propone. Obedece. 

Ahora mismo, veo a Esperanza, José y los niños, tomados de la mano con su abuela, viéndome, aburridos desde el margen de la hoja, sabiendo que no van a avanzar más, que paso a paso tomarán el camino hacia el abismo de una hoja inconclusa.

Esperanza me ve y sonríe, se queda ahí, como descansando mientras yo presiono las teclas de control E y suprimir. Quizá este momento haya sido el único momento que ha tenido para descansar, pues sabe que su historia inconclusa está libre de la violencia, de la muerte, del alcohol y del dolor. Es feliz pues la vida se detuvo en un cuento inconcluso.

Me quedo nuevamente con una hoja en blanco mientras ella se aleja con jalando a los niños que me ahora me dan la espalda y se van comiendo un helado y el cursor palpita en la pantalla en el inicio de una hoja en blanco.