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La derechización del mundo. Apuntes sobre la dilución y la falsa objetividad como estrategia

La derechización del mundo. Apuntes sobre la dilución y la falsa objetividad como estrategia

Por Charlie Dos Veces López

La niebla no es violenta. No avanza con estruendo, ni golpea las puertas. Justamente, su peligro reside en lo contrario; es decir, en su capacidad para difuminar los bordes, los límites, para hacer creer que el acantilado y la llanura se confundan en una misma penumbra gris. Así opera la derechización en la época a la que asistimos, no siempre como ladridos feroces y escandalosos, sino a veces como un cambio en el clima, una sutil pero contundente modificación discursiva, donde ciertas narrativas se esparcen como partículas finas, haciendo el aire muy denso para la claridad política. El riesgo mayor, quizás, no sea solo el avance explícito de la derecha, sino la fabricación de una niebla discursiva que nos persuade de que izquierda y derecha son categorías gastadas, fantasmas de otro siglo, y que lo maduro, lo inteligente, es situarse en un más allá de esa dicotomía.

 

La narrativa que apela a diluir el conflicto es un acto político de alta eficacia. Declaraciones como “no soy de izquierda ni de derecha”, o “es su trabajo, no hay que aplaudir”, no son declaraciones inocentes; son, antes que todo, tecnologías de convencimiento, pues permiten al sujeto que las enuncia habitar una pureza crítica, que pretende cubrirse con el manto de la neutralidad, la objetividad, desde donde lanza sus dardos con la seguridad de no mancharse con el fango de la militancia, de asumir una postura; es la continuación de la tibieza por otros medios. Es la ilusión de la crítica inmaculada, que cree que sus juicios no tienen consecuencias directas en las urnas y las políticas. Foucault advirtió y llamó a desconfiar de estos discursos que se presentan como neutros, a rastrear en ellos la huella de relaciones de poder. Aquí, el poder reside en neutralizar el conflicto, en desactivar la potencia antagonista de lo político, reduciéndolo a una gestión discursiva o a una mera competencia entre opciones intercambiables.

Este autoengaño tiene un efecto concreto, que es el de blindarse de los señalamientos. Mientras la derecha comprende que la batalla es cultural, electoral y de bloque, una parte de la crítica pretendidamente radical se entretiene en el psicodrama de la pureza. Es el síndrome del “voto de castigo”, una ceremonia expiatoria donde el votante, ofendido por las imperfecciones del gobierno de izquierda, deposita su papeleta en la urna, a favor de la derecha más extrema como si realizara un acto de higiene moral. No mide que ese gesto individual, narcisista, se suma a una corriente que no busca perfeccionar la democracia, sino dinamitarla. Y ya lo hemos visto antes; lla crítica al “establishment” neoliberal en Estados Unidos encontró un receptáculo monstruoso en Trump; el hartazgo con la política kirchnerista en Argentina, fue canalizado por la lógica sensacionalista de Milei; por otro lado, más recientemente en Chile tomó la forma espectral de Kast. En cada caso, la crítica desprovista de memoria histórica y de conciencia de clase, se convirtió en cómplice de su propia negación.

 

Por ejemplo, decir “en todos los partidos hay homofóbicos” es el ejemplo perfecto de esta trampa que Roland Barthes desmontaría como mito. El mito aquí consiste en igualar lo desigual, en pasar de la verdad factual (existen individuos prejuiciosos en todas las organizaciones) a la conclusión falsa e ideológica (“da igual votar a unos que a otros”, para llamar al final a votar por la derecha). Se omite deliberadamente la dimensión estructural: cuál es la posición oficial del partido, qué legislaciones impulsa o bloquea, a qué fuerzas sociales representa. La homofobia residual dentro de un proyecto que, en su conjunto, amplía derechos, no es equiparable a la homofobia como principio organizador de un programa de gobierno. Equipararlas es un ejercicio de cinismo o de una ceguera voluntaria que se lava las manos con una comodidad alarmante y de dimensiones bíblicas.

 

No se trata, por supuesto, de erigir a los gobiernos de izquierda en un altar intocable. La crítica aguda, la exigencia constante, son el oxígeno de cualquier proyecto que se pretenda emancipador. Adorno, ese maestro de la dialéctica negativa, nos recordaría en estos casos, que la no-identidad es crucial; el proyecto nunca es idéntico a su realización, y señalar esa falla es un deber. Pero hay una abismal diferencia entre criticar para empujar los límites hacia la izquierda y criticar para, desde una posición de falsa superioridad, allanar el camino a la derecha. Lo primero es un acto de congruencia política; lo segundo, una forma de suicidio histórico disfrazado de lucidez.

 

A decir verdad, nuestros sueños, nunca cabrán del todo en sus urnas, pero es el campo de batalla donde, hoy, se decide si habrá un terreno, incluso uno imperfecto, erosionado, sobre el cual seguir soñando. La derecha sabe perfectamente que su victoria no es para gestionar el sueño, sino para aniquilar la posibilidad misma de quien se atreva a soñar. Cuando gana, no solo arremeten contra los avances en derechos, sino que se contrae el horizonte de lo imaginable, el futuro se vuelve dudoso, hasta para las urnas.

 

Escribo estas líneas como una suerte de exorcismo. Para que estas narrativas de la niebla, de la falsa equivalencia y la pureza estéril que se rasga las vestiduras, se revelen en su desnudez estratégica. No somos espectadores de una discusión académica; somos habitantes de un campo de fuerza donde declinar la responsabilidad de tomar partido es ya tomar partido, a favor de quienes sí tienen claro el suyo. La derechización es peligrosa, pero su aliado más insidioso es aquel que, desde dentro de la casa de la crítica, abre la ventana y dice, “no hay diferencia entre el aire de fuera y el de aquí; todos los aires están viciados”. Porque mientras lo dice, la niebla entra, y con ella, un frío que muy pronto dejaremos de notar, porque habrá borrado hasta el recuerdo del calor.